martes, 31 de mayo de 2011

La invitada

Querido Jonathan:
          El jueves por la tarde volví a ponerle un correo a Luci. Me gusta desde hace tiempo pero no me atrevía a confesárselo, he pensado mucho cómo quedar con ella. No me pareció muy apropiado proponerle el cementerio para una cita romántica, aunque para mí es un lugar ideal, me encanta el silencio y la paz que se desprenden de esas criptas.  Tampoco la cueva, aunque mis criaturas son encantadoras, podría asustarla tanto aleteo y quizás el batir de sus extremidades provocaría un ruido que dificultaría una conversación íntima.
          Ella me respondió proponiéndome el parque Robinson, no puedo negarme, es mi única oportunidad de estar a solas con ella. Le he puesto otro mensaje para concretar la hora. Yo prefiero quedar temprano, sobre las 24.30, menos mal que ahora los padres las dejan quedarse hasta tarde. Espero que no quiera regresar de mañana, el efecto de los rayos de sol me produciría un daño irreparable, mi piel es delicada y la luz le origina dolorosas quemaduras . No puedo excusarme con el pretexto de cansancio, ¿qué tipo de galán sería en una primera cita?, mejor será disculparme con la justificación de una madre enferma a la que tengo que aplicar el inhalador para su padecimiento de asma.
          En su primera misiva me dice que le gusta la poesía, supongo que será una chica muy sensible. Cuando revoloteo cerca de su ventana y la veo como cepilla su pelo frente al tocador, el azul de sus ojos me trae recuerdos sublimes de mi infancia en Transilvana.
          He pensado no hablarle de mi antepasado Vlad Yepes, a una doncella de alma delicada le resultarían muy violentos los métodos de empalamiento que usó con sus enemigos, aunque la historia siempre ha exagerado , nunca pudieron soportar sus victorias.
          Tendré que invitarla a cenar, he estado buscando en internet un sitio tranquilo y acogedor y creo haber encontrado uno en la zona residencial que cumple estas características, con velas en las mesas  y  música de violín. Yo pediré como siempre un filete poco hecho, o mejor, mi plato favorito, sangre encebollada.
          Le comenté en uno de los primeros escritos que tenía una finquita muy bien arreglada en los Cárpatos. Me preguntó que si tenía piscina, por lo que tuve que explicarle que estaba en plena montaña y que el clima no era el más idóneo para el baño. Insistió en que le encantaba hacer senderismo y que tenía que invitarla con urgencia, pero creo que es un poco pronto, no conviene ir tan deprisa. Necesito tres citas como mínimo para presentarles a sus nuevas compañeras de ataúd. Después se llevarán muy bien, sobre todo cuando participen en las cacerías nocturnas. Le dejaré que tome uno de los lobos como mascota, a todas les gusta sentirse protegidas .
          Quiero prepararle una fiesta de bienvenida, como sé que le gusta bailar , intentaré tomar algunas clases de funky antes del evento, el problema es que no logro compaginar las horas de las clases con los profesores, al final han acabado citándome en una disco de moda. Le diré a mi gran amiga, la condesa Báthory, que la ayude a elegir el vestido de gala, ella tiene muy buen gusto y es una mujer muy preparada  en el mundo de la alta costura, un alma noble, sin duda, como lo demuestra su amor a los niños. Le encargué en Tiffanys el collar que sellará nuestro amor, una gargantilla de platino con la figura de un murciélago que lleva los diamantes en los ojos .
          Ah! Tengo que quitar el espejo de su alcoba, como no podrá reflejarse en él, ya no tiene ninguna utilidad.
          Y como siempre , mi estimado Jonathan, dale recuerdos de mi parte a tu amigo Van Helsing, espero que disfrute de sus tan merecidas vacaciones y que no se dedique a seguir talando los bosques del planeta para fabricar estacas.
          
                     Tuyo, atentamente

                            EL CONDE

Obsesión

El sonido de una sirena se abría paso por la ronda de circunvalación hacía una urbanización particular situada en las afueras de la ciudad. Al entrar en la calle que les habían indicado, los conductores de la ambulancia quitaron la alarma. Ante una reja situada sobre la mitad de la acera, algunos vecinos charlaban dirigiendo miradas interrogantes a un individuo que se encontraba esposado ante un coche de policía .Era alto, moreno, vestía un chándal deportivo, con zapatillas de estar por casa, pero lo que más destacaba era la expresión de unos ojos enajenados que, sólo se veían cuando levantaba la cabeza de vez en cuando, sin intención ni ademán de mirar a nadie. Se diría que era un individuo acomplejado, tímido, que le gustaba sobre todo pasar desapercibido y que, lo que menos deseaba en aquellos momentos, era el juicio ajeno que lo hacía sentirse cada vez más vulnerable.
          Los camilleros entraron en la casa y salieron a los pocos minutos con una mujer inconsciente a la que acompañaba una señora mayor que no paraba de llorar y que subió también a la ambulancia.

          Plof!! Plof!!  En mi cerebro resonaba el eco de una gota al caer. No sabía dónde estaba. Todo era oscuro. Noté que mis pulmones respiraban a intervalos regulares. Un fluido de aire entraba y salía de ellos cada cierto tiempo. Intenté mover un   dedo, pero las fuerzas no me respondían. También en vano procuré abrir los ojos, pero los párpados me pesaban como si sobre ellos se cerrasen dos puertas de cámaras acorazadas. Dos personas hablaban en susurros. Al acercarse a mí, oí una conversación entre ellos, no reconocí sus voces :
          —Le ha faltado poco, casi la mata. Menos mal que no le dio el tiro en el lado derecho, podía haberle interesado el páncreas, el hígado o cualquier otro órgano vital.
          —Parece ser que era vigilante, un tipo de lo más normal según los compañeros de trabajo. Los vecinos han declarado que nunca se les había oído discutir hasta ayer, cuando oyeron el disparo llamaron enseguida a la policía.
          —Si hubiera querido matarla, lo hubiera hecho. Los vigilantes tienen licencia de armas y saben usarlas.
          —Quería emplear la llamada que le dejan hacer en comisaría para preguntar por ella.
          —Se habrá venido abajo y ahora se dará cuenta de lo que ha hecho.
         —El abogado ha intentado sacarlo bajo fianza, no tiene antecedentes penales además de una impecable hoja de servicios.
          Intenté hablar, pero no pude. Mi garganta era incapaz de emitir ningún sonido, aunque la frase iba ganando terreno poco a poco en mi cerebro: ¡¡Estoy viva!! Ante mis ojos apareció su imagen. Empuñaba la pistola, la mano le temblaba como si estuviera muy nervioso, daba pasos tambaleándose, había bebido, la botella de bourbon estaba casi vacía sobre la mesa del sofá. Me dio miedo, en su cara había una mueca parecida a una sonrisa que, acto seguido daba paso a una mirada de rabia  en la que yo me veía como la causante de toda su infelicidad. Hablaba a gritos dándole vueltas  a la misma idea,” ¿Con quién estás?”, “¿De dónde vienes a estas horas?”, “¿Crees que soy tonto?”. Intente inútilmente hacerle entrar en razón, me disculpé por no haberle llamado, el móvil no tenía batería y es verdad que era un poco tarde, pero él no escuchaba, se reía cuando yo hablaba. Me acerqué para persuadirlo de que se acostara. Mañana veríamos las cosas con más tranquilidad. Llevaba varias semanas pensando que mi relación con él se había deteriorado, cuando llegaba a casa lo veía absorto en la televisión, apenas hablaba, suponía que me veía feliz con el trabajo y no lo había encajado, él nunca hablaba del suyo y cuando lo hacía era para quejarse. Nunca quiso ser vigilante, se puso a trabajar porque su padre se quedó inválido, un tractor le cogió una pierna y la pensión no daba para vivir, sus sueños de ir a la universidad y conseguir un puesto como el mío se fueron a pique. ¡Esa era la clave!, los celos, primero profesionales y después aquella idea fija que se abrió poco a poco en su mente de que lo iba a dejar. Era la pescadilla que se muerde la cola: él pensaba que yo prefería el trabajo a él, se ofuscaba con la idea, se empezó a encerrar en sí mismo, a lamerse la herida , a ponerme esa mirada de perro apaleado cuando llegaba del despacho y yo , inconscientemente, tampoco sabía cómo tratarlo, todas las conversaciones terminaban con indirectas y si intentaba contarle algo de mis compañeras o compañeros, respondía de forma susceptible, por supuesto a él no le pasaba nada cuando le reprochaba su actitud. La situación para mí se fue volviendo cada día más desagradable hasta que prefería ducharme y meterme pronto en la cama para evitar hablar con él o empecé a llegar más tarde del trabajo con la esperanza de encontrármelo acostado. La gota que colmó el vaso se produjo el mes pasado cuando sacó el tema de las vacaciones, había reservado un crucero por las islas griegas en una fecha en que yo había pensado pasar unos días en París. La empresa nos pagaba un viaje a dos personas para hacer un curso, era sólo una semana, después podríamos ir a otro sitio. Entonces empecé a observar que me espiaba, descolgaba el teléfono del cuarto para escuchar mis conversaciones, leía mis correos electrónicos y terminó convirtiéndose en un completo desconocido, él mismo que ayer noche repetía continuamente:” Esto se va a acabar”, “Esto se va a acabar”, antes de oír aquel ruido sordo , aquella punzada en el costado, el liquido pegajoso saliendo y yo apretándome aquel orificio con la mano. El miedo me hacía desear la muerte, todo antes que pasar grandes dolores mientras me desangraba. Me desmayé, fue lo mejor que me pudo pasar, y ahora despierto en esta sala de hospital sin poder creerme del todo lo que ha pasado, pero sintiéndome culpable por no poder aborrecerlo, porque en vez de odiarlo a él siento odio por mí misma.

Salvación

          No puedo creer que Sibila haya muerto, no lo entiendo, lo hemos pasado bien juntos, era una chica guapa, ojos grandes claros, pelo trenzado con aquel lazo tan vistoso y esos vestidos que sugerían todo lo que un hombre puede desear. Llego el día en que fuí a conocer a sus padres, me recibieron con toda la amabilidad de que fueron capaces y me quisieron como un joven de buena educación que haría feliz a su hija. Pero yo no puedo casarme , odio el compromiso y menos para toda la vida, lo único importante , como dice Henry, son la juventud y la belleza, lo que yo tengo y siempre tendré. No tuve más remedio que escribirle aquella carta, le dije que la quería pero que rompía mi promesa de matrimonio, nunca pensé que se suicidaría , ¡qué estúpida!, siempre la maldita moral que no lleva a ninguna parte, siempre los comportamientos idóneos que dictan las normas, los placeres que la sociedad establece como buenos, las vidas cuadriculadas donde todo está establecido desde el nacimiento a la muerte. No, eso no era la vida, o al menos no para mí, una vida así no merece la pena ser vivida. Yo no puedo renunciar a los placeres prohibidos, a disfrutar de todas las mujeres que aprecian el goce lo mismo que yo, e incluso también ¿por qué no?, algún que otro hombre, en la variación está el gusto. Aún recuerdo al joven que me presentaron unos amigos en aquella fiesta, con solo una mirada  bastó para quedar cautivado, nos besamos apasionadamente en el jardín, sus rasgos me recordaba los de Apolo, y como el dios griego fue un amante maravilloso, pero descubrió mi secreto más inconfesable y tuve que sacrificarlo. Lo metí en un baúl y lo arrojé al Támesis, allí disfruta ahora el merecido descanso, unas vacaciones bajo el agua.
          El otro día en el puerto un vagabundo intentó robarme , me puso la pistola en el cuello y empezó a buscarme en los bolsillos , su rostro cambió cuando me miró a los ojos, a las puertas de mi alma ,  un pavor dejo paso a la altanería inicial, su mirada reflejaba auténtico miedo y gotas de sudor corrían por su frente. Se quitó la gorra que llevaba puesta y lentamente fue bajando la pistola hasta que una apresurada carrera lo quitó de mi vista. Entonces sentí el poder , la fuerza que me otorgaba todo el mal que había dentro de mí . Me apresuré a meter la mano en el compartimento de la chaqueta que guardaba aquella llave, símbolo de lo que nunca podía perder ni mostrar a nadie.
          Inesperadamente recibí la visita de Basil, se extrañó de que su obra no estuviera en el sitio de siempre, me excusé diciéndole que estaban poniéndole un nuevo marco. Siempre la consideró  su mejor creación y yo un día lejano también me sentí orgulloso de ella. Nunca pensé que el  deseo que pedí al pie de ese cuadro se cumpliría , ahora ya no puedo mirarlo, sólo el pensarlo me estremece. Sé que no salvaré mi alma, pero tengo que salvarla a ella. He hecho las cosas más horribles que podían darse en este mundo, los crímenes más espeluznantes, las manipulaciones más horribles, sin que en mi rostro asomase la mínima expresión de culpabilidad, de compasión por alguien, no he tenido nunca un sentimiento de angustia o de remordimiento por todo el mal que he causado a los demás, a todos los seres que he destruido sin que se acelerase mi corazón en una extrasístole . Pero no puedo envenenar también a Marian, tiene que apartarse de mí por su bien, yo soy lo peor que podría escoger, supongo que desistirá cuando por fin le muestre ese maldito retrato.

lunes, 16 de mayo de 2011

Antes del regreso

Me abandono al lago, dejo mi cuerpo a merced de sus negras aguas. Desciendo y la sensación aumenta, se apodera de mí una necesidad irrefrenable de rendirme, el cansancio mortal ha dado paso a una insensible inercia. Ya nada importa, solo las acariciantes aguas del lago, ¿o no es el agua? Cada vez las noto más intensamente por toda mi piel. Y también me parece oír voces, susurros, risas contenidas… Es dulce y sugestivo, no necesito saber qué está ocurriendo realmente. Y vuelvo a abandonarme una vez más. Y las caricias aumentan, aunque ya no son tan suaves, me pellizcan y me tiran del cabello, incluso me hacen daño. Quizá debería resistirme, pero una especie de lujuria me paraliza y me dejo llevar. Las voces también aumentan, oigo palabras que no entiendo, hablan en idiomas extraños con sonidos guturales y ásperos. Las risas son más fuertes, risas histéricas, estridentes, maliciosas… Me rodean por todas partes, me dan miedo. Miro a mi alrededor intentando ver algo, no lo consigo. Intento evitar las manos invisibles que ya me provocan dolor, pero son demasiadas. Cada vez más. Consigo ver algo, sombras rápidas dentro de la oscuridad que me rodea. Miradas fulgurantes que me observan, que aparecen y desaparecen junto con las risas. Están jugando conmigo. No quiero vivir más tiempo esta pesadilla, pero no sé cómo volver, cómo puedo escapar de esta desesperación.

Entonces la veo, una débil claridad llega desde arriba. También me llama y consigo acercarme a ella. Intentan retenerme pero no pueden hacerlo. La luz es más fuerte en mí que la oscuridad. La sigo con decisión y siguiéndola busco el camino de vuelta.



domingo, 15 de mayo de 2011

Melville y el alumno

-Bien, este es el tema: una historia que ocurre en un galeón, el protagonista es uno de los marineros.
-Uf, siempre con lo mismo, ¡qué sé yo de galeones!
-Puedes investigar sobre el tema.
-¡Pero no podría escribirlo a tiempo!
-Pues entonces aprovecha tu propia experiencia.
-¿Mi experiencia como marinero de galeón? Sí eso, ríase…
-No hombre, como persona. Hay temas universales.
-Bueno, intentaré pensar en algo. ¿Alguna escena en particular?
-Si, parte de la acción o toda se tiene que desarrollar durante una terrible tormenta.
-Vaya, esto va cada vez mejor…
-Venga, anímese. Sabemos que es un barco mercante, ¿hacia dónde se dirige?
-Va a América, en concreto a México, y viene de España.
-Por tanto estamos hablando de la colonización española.
-Sí.
-¿Y cuál es la motivación del marinero para embarcarse en esta empresa?
-Pues…, quiere hacer fortuna, claro. Él quiere casarse con su enamorada, pero ella es de buena familia y él se siente inferior. Cuando vuelva rico de América ya no habrá ningún obstáculo.
-Bien…, un poco visto pero no está mal. Entonces, ¿es un chico joven, no?
-Sí, sí, poco más de veinte. Y se llama… Alfonso, Alfonso Ortega.
-Bien el nombre español. ¿Qué más? Están en mitad de la tormenta, ¿qué es lo que ocurre?
-Están en mar abierto y les sorprende la tormenta. Tienen que arriar velas rápidamente y en algunos sitios incluso están achicando agua.
-Vaya, parece que algo sí sabes de navegación después de todo.
-Lo habré leído en algún sitio supongo… ¿Por dónde iba? A sí, Alfonso intenta ayudar en lo que puede, pero la tormenta cada vez tiene más fuerza. Ve incluso como un golpe de viento tira al mar a uno de sus compañeros que estaba subido al mástil. Entonces duda porque nadie intenta recoger esa vela y el mástil se va a partir, y termina por arriesgarse y subir él. Le cuesta mucho trabajo pero al final lo consigue. Y allí arriba lucha contra el viento y el agua, el mar embravecido a sus pies. Está varias veces a punto de caer, pero es fuerte y consigue resistir las sacudidas. Y justo cuanto el palo se va a partir, logra amarrar la vela. Cuando baja tiene una expresión de satisfacción, pero en eso llega una ola enorme que hace zozobrar el barco. El agua lo arrastra hasta el otro extremo, donde queda sujeto solo por una mano y el mar finalmente lo engulle. Su último pensamiento es para su amada Lucía… ¿Qué le parece?
-Me parece que está lleno de tópicos, no es nada original.
-¿Cómo? ¡Y qué quiere, si tengo que desarrollar un argumento en cinco minutos! ¿Hago que se salve?
-No, no, eso sería mucho peor. Mejor que muera. Ahora lo que tienes que hacer es escribirlo y hacer que se convierta en un buen relato.

Levante

El viento de levante ha arrancado dos sombrillas multicolores que ruedan indomables hacia la orilla. A distancia corren sendos hombrecillos gesticulantes que alertan del peligro que se cierne en la orilla sobre paseantes y bañistas. Agus decide responder a la llamada. Abandona el Men’s Health sobre la toalla, se ajusta las gafas de sol y hace una mueca a su hermano para que le observe mientras adopta la pose de un defensa de los Nets que tuviera que interceptar a toda una estampida de elefantes.
El sol tórrido reverbera donde la arena seca, pero la escena de las dos sombrillas desbocadas mantiene en vilo a los ocupantes de aquella franja de playa, que se vuelven para contemplarla: unos niños dejan de cavar la arena con sus palas, un matrimonio suspende su discusión sobre las licencias nocturnas de su hijita adolescente, un amor canicular cesa en sus arrumacos, una abuela descansa las agujas de punto sobre el regazo, un abuelo desorientado despierta de su siesta, una señora interrumpe su refriega de bronceador en cuello y escote, unas alemanas en topless se incorporan sobre los codos con vertical esplendor, y ha cesado el pregón del vendedor de refrescos.
La última ola se bate en retirada. Es el silencio cuando Agus se percata de que él es el último reducto contra las enfurecidas lanzas que Eolo arroja a la multitud. Y toma conciencia de que durante el instante en que acaparará todas las miradas él, a su vez, también puede verlo todo: las sombrillas que se avecinan con sus hombrecillos corriendo a los lejos y, de reojo, tres pares de pechos enrojecidos. Y calcularlo todo. Tres zancadas para interponerse en la trayectoria letal y la maniobra mínima imprescindible para reducir la sombrilla, plegarla, dejarla en el suelo y lanzarse a la caza de la otra que vuela unos metros más atrás.
Siente ahora transfigurarse en Mitch Buchannan (pese a que siempre quiso hacerlo en Michael Knight). Siente el valor necesario para intentar trabar una conversación con las teutonas luego de cumplido el trámite. Y siente (lamenta) llegar tras de sí el refuerzo de su hermano pequeño, que también debe querer sumarse al cumplimiento del deber cívico. “Me las habría bastado yo solo, idiota”, piensa para sí. Y cuando la sombrilla primera ya los embiste una fuerza invisible tira del bañador de Agus hacia abajo, hasta los tobillos, dejando sus vergüenzas al descubierto. Y la sombrilla le golpea en la cara y le tira al suelo las gafas de sol. Enredado en su propio traje de baño e incapaz de mantener el equilibrio, cae derribado, deslumbrado y desnudo. El silencio se quiebra por el rumor de las olas rompientes.
Son carcajadas, Agus.
Son mandíbulas batientes de niños, allá arriba, señalándolo con el dedo desde lo alto de un castillo de arena.
Risas del matrimonio que hace medio minuto discutía, de la señora del bronceador, de la parejita de los arrumacos y del tipo de las cocacolas. Agus evita mirar a las alemanas. Habría comprobado que sus pechos se agitan graciosamente y que también ríen. Toda la playa ríe, y el idiota huye y también ríe, aunque muy pronto va a estar llorando.
Dos sombrillas multicolores flotan en el agua, inocuas.