miércoles, 9 de noviembre de 2011

Otoño

El hombre del paraguas negro que pasea al perro detiene su mirada en un
balcón levemente iluminado. Está cayendo la tarde y el agua golpea los
cristales. En su interior, fuera de su vista, hay una chica recostada en
un sofá rojo. La televisión encendida sin volumen, la taza de té vacía en
la mesita. La visión hipnótica de la lluvia la embriaga. El tan esperado
otoño se instala de repente en su salón. El amor, el paso del tiempo, la
madurez. Con los años los tormentos que tanto la hicieron sufrir se evocan
idealizados. Al igual que cuando se ama con tanta fuerza que casi se llega
a desear ese apasionado enfrentamiento amoroso, en el que aflora la
violencia, las lágrimas, el desencuentro. Y el corazón se encoge, ante tal
visión romántica. Para que más tarde, cuando inevitablemente llega,sentir
el golpe que le arroja al barro, hundiendo la cara, donde la belleza no tiene lugar.
Baja la mirada hasta sus pies, se le están quedando helados. Se pone las
zapatillas y se acerca al balcón.

La calle está desierta. En ese instante llaman al portero. No espera a

nadie, pero abre sin preguntar. Un repiqueteo de patas nerviosas asciende
por la escalera, y casi en penumbras se presenta un hombre. Un perro salta
hacia ella, mueve la cola, casi diría que sonríe. Ella se agacha, lo
acaricia y levanta la mirada hacia él. Parece que fuera ya ha dejado de
llover.

El agua

- Hay algo en el agua. Hay algo en el agua.

Sus ojos estaban fijos, su dedo señalaba al río. Pero nadie le escuchaba.
Sus padres reían sentados sobre la manta, levantaban sus copas, enjugaban
el sudor con sus pañuelos a la sombra de los olmos.

- Hay algo en el agua. Su voz era un susurro.

Aún se recuerda en el pueblo aquella tarde de verano. La batida de los
vecinos por toda la ribera. Los gemidos de la madre, sin cuerpo al que
llevar flores.