lunes, 14 de febrero de 2011

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El empleado de caja permanecía con los brazos en alto y una nueve milímetros apoyada en la sien izquierda. En un trance parecido -pensó- Aureliano Buendía había sido capaz de recordar un montón de cosas, pero él temblaba, se le había soltado el vientre y se arrepentía de haber pulsado el botón de alarma. La policía llegaría en un momento, y si los tres encapuchados no se apresuraban, habría cerco y aquel absurdo iría para largo.
–Por favor...– gimoteó suplicante –por favor..., tengo mujer y dos pequeñas, se lo ruego…–. Sujeto 3 le ordenó callar con un gesto de enfermera de hospital y él, obediente, enmudeció, fijó la mirada hasta el extravío y se concentró en sentir el crónico dolor de cervicales.

Aquella noche su mujer llegó muy tarde de la guardia, más que de costumbre, había vuelto a olvidar el móvil en casa y las llamadas habían estado sonando desde el dormitorio. La esperaba sentado en la penumbra, pálido e insomne. Ella soltó las llaves en cualquier sitio y corrió a abrazarle, dejándole hundir la cabeza en su pecho.
–Lo he oído en el boletín, de regreso… No sabes cuánto lo siento, amor–. Lo besó en la sien, apretando los labios como si tomara la temperatura. –Es la tercera vez este año, amor. Tienes que dejar ese trabajo... Tú te podrías encargar de la casa. ¡Las niñas estarían encantadas!...–. Sintió en el esternón la humedad de un sollozo contenido. –Y tenemos suficiente dinero ahorrado–.

En el aire flotó el eco de un adverbio de cantidad; él quiso decir un algo que se ahogó en saliva, sumergido, náufrago en el beso apasionado con que ella terminó de persuadirle.

Único Dios verdadero

La cera hirviendo se deslizaba entre los pliegues de su carne, mezclándose con el torrente de sangre que brotaba del objeto adorado, que recorría su cuerpo inundando su cordura. Goteaba, se endurecía en la negrura del fondo de su pecho. Esas velas que más que iluminar, ocultaban con un espeso humo negro aquel altar levantado mucho tiempo atrás. Un templo, tan bien guardado, que cerraba sus puertas a todos aquellos que vivían en el error de no postrarse ante el único Dios que asegura la dicha eterna durante los instantes en que se llega a contemplar.