miércoles, 15 de diciembre de 2010

La teoría de mis cuerdas

Creo que puedo sentir sus ondulaciones, si me tiendo y me concentro. Las del estómago son las que vibran con mayor intensidad. Se estiran, se tensan, se retuercen. Las noto dentro de mí, parte de mí. Las del corazón, rítmicamente. Las de los pies, apensa se mueven, los tengo helados.
Las imagino rojas, marrones, negras, no sé. Habrá más de una rota, con grietas, pero nunca atadas, nunca más seremos un punto en el espacio, nunca más cabremos en un cuadro de Seurat con nuestras nuevas seis dimensiones. Ahora somos guitarras, difíciles de tocar, eso sí, sogas que sacan agua de un pozo o en las que colgarse, cordones de zapatos, amarres de barcos. Nada más.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Women´s secret

Dos años antes de que las colecciones luzcan en los escaparates de ciudades de medio mundo, mis dedos ya han tanteado los tejidos destinados a cubrir –hasta donde se deseen cubrir- los arcanos de la geometría femenina. Como quien elige un vino de batalla o una añada exclusiva para la ocasión, así, decido entre algodones y poliamidas para el trajín diario y brocados vaporosos o mixturas shangtung para enaltecer curvaturas y avivar la sensualidad noctámbula.

De mi mesa de trabajo, un batiburrillo de muestrarios textiles, catálogos, guarniciones, paletas cromáticas, patrones y revistas de moda, emergen cada temporada creaciones en pos de sus simbiontes: una procesión de ninfas caucásicas, efigies nubias, sirenas bálticas, princesas otakus, tótems subsaharianos, catedrales góticas, nórdicas deidades, dulcineas, musas, lolitas y gracias rubensianas desfila por nuestras tiendas prestas a sublimarse en mis diseños.

Apenas me asomo por el laboratorio de materiales, pero hoy sí. Aquí investigamos fibras hipoalergénicas, inventamos cierres, experimentamos costuras y rellenos de silicona adaptativa. Aquí sometemos las prendas a pruebas de elasticidad y resistencia. Pero aquí, hoy, quien resiste soy yo. Un descuido tonto me tiene atrapada entre las mandíbulas de una máquina de corte industrial, como si un supervillano hubiera ideado una muerte lenta y brutal para mí, que tanta delicadeza he dado.

Esquivo una última dentellada antes de que un operario desconecte la máquina. Me auxilia. El horror se dibuja en sus ojos. Le aparto la vista y miro la sangre discurrir, encauzada por la bocamanga de mi blazer de rayón hasta la popelina sobre la que hace un momento ensayábamos nuevas tinturas. Y no era el rojo hemoglobina el que tenía previsto para la pieza, ni mucho menos.
Pero calla, ahoga tus lamentos en el estrépito del coche de ambulancia que se aproxima. Aprieta los dientes, piensa que te sostienen fornidos enfermeros de brazos jóvenes, sueña con el cónclave de elegantes cirujanos que se disputan la sutura de tu carne desnuda. Pero… ¿sigues despierta? Sigo despierta. Madre mía que disgusto. Reparo entonces en mi estúpida decisión matinal, un mal día para motines domésticos. Mal día para rebelarme a la salmódica niña ponte bragas limpias no sea que tengas un accidente. Qué disgusto, madre.

lunes, 6 de diciembre de 2010

El señor Goodman

El amable señor Goodman siempre llegaba temprano al trabajo. Saludaba al panadero y recogía sus bollos, y se dirigía a la sastrería tarareando alguna canción. Y es que el señor Goodman disfrutaba profundamente con sus rituales matutinos. Abría las rejas y la puerta, y lo primero que hacía era colocar un hermoso felpudo rojo que le daba la bienvenida a todos los que cruzaban el umbral. Luego descorría las cortinas y ponía en orden el mostrador. Preparaba sus libretas y la máquina registradora para que todo estuviera listo. Y finalmente, sacaba del último cajón un tarro con alpiste para sus canarios, que estaban cantando desde que oían llegar a su dueño. Este momento era especialmente placentero para el señor Goodman. Limpiaba las jaulas, rellenaba los recipientes del agua y los comederos y les ponía en los barrotes unas hojas de lechuga, que traía envueltas primorosamente en un paquetito, para que pudieran picotearlas. Mientras tanto, les dedicaba amorosas palabras, les lanzaba besos y los acariciaba un poco. Cuando terminaba estas tareas, llegaba el momento de tomarse el desayuno, justo antes de que aparecieran los primeros clientes. Ese día, como todos los demás, el señor Goodman cogió sus bollos y se dirigió al cuarto trasero del establecimiento, donde tenía una cafetera y una mesita que aprovechaba para estos menesteres. Entró en la habitación y se dirigía a la mesa cuando vio el bulto en el suelo. El señor Jenkins yacía tendido a su izquierda, los ojos abiertos mirando hacia el techo con expresión de espanto y las enormes tijeras del sastre clavadas en el corazón.

-Ah, señor Jenkins, ¿sigue usted ahí?- exclamó alegre el señor Goodman, colocándose adecuadamente sus pequeñas gafas redondas mientras lo observaba. –Supongo que hoy tampoco conseguiré que me pague usted los pantalones, ¡qué se le va a hacer!