martes, 30 de marzo de 2010

La amarga levedad del ser

Mientras Tomás disfrutaba de la dulce levedad del ser, decidió que por el momento no iba a regresar a Praga. Amaba a Teresa, sí, y sabía que la seguiría amando, que sería el gran amor de su vida, pero no deseaba renunciar a su libertad en Zúrich. Pasaron algunos días hasta que llamó a Sabina. Hizo varios intentos más, pero en vano logró comunicarse con ella. Entonces pensó darse una vuelta por Ginebra. Sabina le había dejado escrita su dirección en un trozo de papel. Tras tocar varias veces el timbre, su mirada, perpleja, alternaba entre la puerta que tenía delante y el trozo de papel que contenía la dirección donde ahora se encontraba. Se dirigió al bar que quedaba enfrente. Se sentó en una mesa pegada a una de las ventanas que daba a la calle y pidió un té. En la mesa que tenía al lado observó como un hombre clavaba su mirada en la puerta de Sabina. Se dirigió hacia él y le preguntó:
-Disculpe, ¿conoce usted a una mujer llamada Sabina, que vive ahí enfrente?
-Sí, usted… ¿cómo lo supo? - Respondió aturdido el hombre.
-Mi nombre es Tomás y vengo desde Zúrich a visitar a Sabina.
-Yo me llamo Franz. ¿Ha sabido usted algo de Sabina?
-No, he tratado de comunicarme con ella pero no lo he logrado.
Conversaron por un buen rato y se despidieron. Franz empezó a paladear la amarga levedad del ser después que Tomás le hablara sobre Sabina.