domingo, 20 de febrero de 2011

Un día diferente

Uno más, y ya iban muchos. Siempre la misma rutina. Madrugón para coger el avión temprano. Largas esperas en las salas de embarque. Retrasos, gente anodina que no se habla, ni siquiera se miran, pensaba. Avisos por los altavoces “Por favor no descuiden su equipaje de mano”. Así que maletines en una mano, teléfonos móviles echando humo en la otra, personas dando vueltas sin dirección por la terminal, otras sentadas con el portátil en las rodillas, y sobre todo caras de sueño, desidia y pensando ya en el regreso. Y todo para asistir a otra aburrida reunión de trabajo…

Pero aquel día iba a ser diferente. Tras un vuelo horrible de turbulencias, toses y ronquidos, salí con prisa, deseoso de llegar a mi destino. Con paso ligero alcancé el primero la puerta de salida. Allí estaba ella, ignorante de su belleza con esa tímida sonrisa y sosteniendo aquel ridículo cartel “SR. ORTEGA MENENDEZ”. No me lo pensé dos veces, definitivamente iba a ser un día diferente. Me dirigí seguro hacia ella y le dije:

- B --Buenos días

- ¡ --- ¡Ah, hola! Buenos días

Como se había quedado un poco perpleja, añadí.

- C --Cuando quiera nos vamos

- S --Sí, si… pensé que sería Vd. algo mayor- me dijo todavía dubitativa

- E --Es que me conservo muy bien- le contesté sin mentirle

- Y - -Ya, ya… Bueno, le llevo directamente al hospital, dada la urgencia del caso claro… Pero, ¿qué le pasa?- me preguntó al observar el cambio de color de mi cara.

- N --No, nada, nada... es que no me encuentro muy bien. El viaje ha sido horrible. Disculpe un momento que voy al baño- le dije sin darle opción a preguntarme nada más.

No volví a saber de ella hasta mi regreso de otra aburrida reunión, al día siguiente. Allí estaba sosteniendo de nuevo un cartelito. Me alejé rápidamente para que no me viera y la observé de lejos. Alguien se le acercó con seguridad y estrechó su mano cortésmente. Charlaron por un breve espacio de tiempo. De repente vi como él se alejaba rápidamente a los aseos y como ella le seguía con su mirada y una amplia sonrisa en sus labios…

lunes, 14 de febrero de 2011

'i'

El empleado de caja permanecía con los brazos en alto y una nueve milímetros apoyada en la sien izquierda. En un trance parecido -pensó- Aureliano Buendía había sido capaz de recordar un montón de cosas, pero él temblaba, se le había soltado el vientre y se arrepentía de haber pulsado el botón de alarma. La policía llegaría en un momento, y si los tres encapuchados no se apresuraban, habría cerco y aquel absurdo iría para largo.
–Por favor...– gimoteó suplicante –por favor..., tengo mujer y dos pequeñas, se lo ruego…–. Sujeto 3 le ordenó callar con un gesto de enfermera de hospital y él, obediente, enmudeció, fijó la mirada hasta el extravío y se concentró en sentir el crónico dolor de cervicales.

Aquella noche su mujer llegó muy tarde de la guardia, más que de costumbre, había vuelto a olvidar el móvil en casa y las llamadas habían estado sonando desde el dormitorio. La esperaba sentado en la penumbra, pálido e insomne. Ella soltó las llaves en cualquier sitio y corrió a abrazarle, dejándole hundir la cabeza en su pecho.
–Lo he oído en el boletín, de regreso… No sabes cuánto lo siento, amor–. Lo besó en la sien, apretando los labios como si tomara la temperatura. –Es la tercera vez este año, amor. Tienes que dejar ese trabajo... Tú te podrías encargar de la casa. ¡Las niñas estarían encantadas!...–. Sintió en el esternón la humedad de un sollozo contenido. –Y tenemos suficiente dinero ahorrado–.

En el aire flotó el eco de un adverbio de cantidad; él quiso decir un algo que se ahogó en saliva, sumergido, náufrago en el beso apasionado con que ella terminó de persuadirle.

Único Dios verdadero

La cera hirviendo se deslizaba entre los pliegues de su carne, mezclándose con el torrente de sangre que brotaba del objeto adorado, que recorría su cuerpo inundando su cordura. Goteaba, se endurecía en la negrura del fondo de su pecho. Esas velas que más que iluminar, ocultaban con un espeso humo negro aquel altar levantado mucho tiempo atrás. Un templo, tan bien guardado, que cerraba sus puertas a todos aquellos que vivían en el error de no postrarse ante el único Dios que asegura la dicha eterna durante los instantes en que se llega a contemplar.