lunes, 31 de enero de 2011

Little boy

Por entonces podíamos abrirnos la cabeza cada tarde. Éramos inmortales y usábamos rodilleras. Disponíamos de todo el tiempo, todo el tiempo era verano y dedicábamos media eternidad a volar en bicicleta y la otra media a ataviarlas. Hubo quien la decoró con los hologramas adhesivos que conseguía en los bollos rellenos de chocolate, quien instaló espejos retrovisores y flecos en los extremos del manillar y un banderín de los Estados Confederados de América detrás del sillín, hubo quien la pintó de amarillo y quien equipó las ruedas con recortes de mangueras de gas butano: con cada pedalada, con cada giro, los tubos se deslizaban a lo largo de los radios golpeando la llanta en un carrusel metálico y monótono. En cambio, mi bicicleta era otra de las decepcionantes herencias de mis hermanos mayores, un juguete infantil que transformé eliminando todo lo superfluo. Desprovista de portabultos, pata de cabra y guardabarros quedó reducida a una Q invertida, apenas un esqueleto silbante del que llegué a enorgullecerme. Yo, el más veloz de mis amigos.

Patrullábamos las calles decididos a vengar el crimen, los abusos y la extorsión que asolaban las sobremesas catódicas. Aquella vez volvíamos de acechar en los naranjales, polvorientos y con el sudor remansado en las patillas. Cuando nos detuvimos en un semáforo acerqué el puño a los labios y comuniqué algo por el reloj pulsando el botón del cronómetro. –Cambio–. Fue entonces cuando advertí su presencia. Hombro con hombro, bronceadísima, Ella, a quien no había vuelto a ver desde el final de curso y en quien no había dejado de pensar una sola noche. Hacía meses que mis oraciones ya habían transmutado en delirios amorosos y, secretamente, a Ella me encomendaba en cada misión y consagraba mis gestas paramilitares. Ella enjugaría mis heridas, gozosa por servir al febril justiciero de barrio. Por Ella tenía sentido estudiar matemáticas (dejar que me copiara en los exámenes era la manera de corresponder sus servicios de enfermería onírica), quedarme sin postre en el recreo y acudir a las catequesis de los sábados.

Ella sujetaba el ímpetu de un Vespino rojo, rutilante, recién sacado de su embalaje. Yo le hablaba a un reloj Casio. Acerté a iniciar un tímido gesto al tiempo que una implosión cósmica tenía lugar en mi pecho, mis labios articularon un hola huérfano de todo eco y a la altura de la glotis sentí palpitar un corazón que arrojaba litros de sangre hirviendo a mis pómulos. Tampoco la mano llegó a completar un saludo, continuó un recorrido artificioso y acabó recluyéndose en mi pelo.

Ella debió ignorarme, fingir que no me había reconocido. Debió evitar mostrar la arruga en el extremo de su labio superior y el marfil del colmillo. Pero no. Sus ojos lanzaron ráfagas de rayos menguantes y mientras se elevaba por encima de las nubes, su melena exhaló el jugo de un melocotón y cien pulseras hippies culebrearon en su muñeca. Desatadas por arte de magia fueron a fundirse en torno a mi traquea, ahora como una sola boa constrictor resuelta a exprimir mi última molécula de oxígeno. Cuando recobré la consciencia, si aquello era consciencia, andaba a manotazos con una nube de humo denso y venenoso que me desecaba los bronquios. Su figura etérea se desvanecía a lo lejos y mi orgullo se filtraba al subsuelo entre los resquicios del asfalto cuarteado. Sentí caer las manzanas de un árbol, todas a la vez. Me protegí bajo el alero de una raíz cuadrada. Luego una Eva desnuda, un Durero me parece, me las ofrecía todas. –Todas para ti–, me decía.

Abatido por la mera sombra de un semáforo verde, ensordecido por la fusión violenta de los núcleos atómicos del amor y la rabia, atravesado por megatones de dolor, allí, allí mismo deserté a la Patrulla Q, allí desperté a la mortalidad.