martes, 23 de febrero de 2010

En el próximo viaje

Progresa torpemente, a paso de tortuga, resbalando entre las pulidas piedras. Su cabeza de vieja tira de su alargado cuello, como queriendo llegar antes que el resto del cuerpo. Evita el estanque de agua, y a la palmera de plástico, y con aparente esfuerzo llega a la pared de cristal. A cada lado de su cara abre al máximo sus tejidos membranosos, desvelando dos botones brillantes, que se dirigen como prismáticos hacia la butaca donde está sentado él.

Él tiene un libro en una mano, y en la otra una pipa, que apenas aparta de su boca. En la oscuridad del salón, una lámpara de sobremesa desvela su piel cuarteada, y sus párpados abultados, que le dan el aspecto de un viejo capitán que no se hundió con su barco. En una pausa suelta el libro, acerca un mechero a la pipa, y aspira para que vuelva a prender el tabaco. Mira hacia la estantería. Ella está tras el cristal, observándole, cerca de su ex mujer y sus dos hijos, que también parecen mirarle desde el porta-fotos. El que esconde cuando llegan las visitas. Vuelve al libro, a un par de páginas atrás, y comienza a leer en voz alta, muy despacio. Un párrafo, y luego otro, hasta terminar el capítulo. Después vuelve a mirarla, esperando su aprobación. Su caparazón brilla con la luz artificial. No se ha refugiado en él, sigue con su cabecita fuera, observándole. "Sé que me has echado de menos, preciosa. En el próximo viaje te llevaré".

Los otros

La chica rubia del móvil blanco miraba de reojo al muchacho sentado a su lado.
- Qué raro es, pensaba, viste todo de negro y lee unas revistas de música extrañísimas.
- Qué niña más peculiar, pensó el muchacho, con gafas de sol dentro del vagón.
A unos metros, agarrado a la barra del tren de cercanías, un funcionario de Correos que cada mañana cogía ese trayecto para ir a trabajar, susurraba a su novia:
- Vaya par de dos esos de ahí. Todo el tren vacío y se van a sentar en la última fila, donde no hay ventanas para mirar el paisaje.
Etc, etc, etc.

domingo, 21 de febrero de 2010

Hormigas

Como es la primera vez que uso esto, no sé si lo habré hecho bien, ni veo que nadie se haya animado todavía, así que ahí va para romper el hielo, algo de lo que la novela de Farola, me ha inspirado. No es que sea gran cosa, pero bueno ahí está. Ya comentaremos el jueves.

Siempre me sentí como una hormiga. Qué ridículas me parecían cuando de niño las observaba trabajar con afán, sin desfallecer nunca, recogiendo cualquier pequeña miga de lo que fuera… y qué poderoso me sentía yo, cuando decidía ponerles cualquier obstáculo, para que tuvieran que dar la vuelta, pero daba igual, ellas siempre persistían en su empeño… ¿para qué? Simplemente para subsistir.
¿Y qué hacemos nosotros los hombres sino eso? ¿no es lo mismo si te sitúas en lo alto y los observas cómo se dirigen todos a ninguna parte, con prisas, como si lo que hicieran fuera lo más importante… con sus angustias, sus miedos, sus preguntas filosóficas… ¿para qué?
Hace tiempo que dejé de plantearme ya todo esto. Me gusta mirar el mar cuando no hay nadie, me gusta sentir el aire en la cara cuando sopla fuerte, o salir cuando llueve … Lo demás no importa.

viernes, 5 de febrero de 2010

Plenitud

Harta de contemplaciones me decidí, me puse en pie sobre el puente en el que había estado sentada más de media hora y salté. Todo era un cúmulo de sensaciones nuevas que sentía intensamente. El tiempo pasaba muy deprisa, podía oír gritos de fondo, el viento en mi cara, apenas me dejaba ver dónde estaba, el sudor de mis manos, la sequedad de la garganta, la tensión en todo el cuerpo y ese nudo en el estómago. El vacío. Haber hecho algo de lo que no te creías capaz.

martes, 2 de febrero de 2010

Ausencia

Permanecía allí, pesado e inmóvil cuando me desperté. Nos miramos sin entendernos, aunque sin la más mínima sorpresa. Me levanté, resignado, pensando en cómo planear el día para evitar nuestro encuentro. Salir al parque, tomar un café, todo, menos quedarme a su lado. Conseguí esquivarlo durante algunas horas en que fui felizmente inconsciente, liviano y ajeno a su recuerdo. Las calles abarrotadas de gente, espectáculos de música en el centro, un par de copas en el bulevar. De regreso a casa, abrí la puerta, temiendo que aún estuviera dentro. Parpadeaba la luz roja. Había un mensaje en el contestador. Ella quería verme, y el dinosaurio había desaparecido.