domingo, 16 de enero de 2011

Y quién es él

        Fíjate en ese hombre. Espera, no mires ahora, gírate hacia mí, sigamos charlando. Si mirase hacia aquí podría verme y tendría que saludarme. Ahora sí, ¿el del abrigo marrón, bajo y rollizo? No, que va, el otro, el del abrigo azul, el alto; ¡pero qué pálido y blanco está! Sí, el que está hablando con la camarera morena. Le pedirá su copa de siempre, ¿pero le está envolviendo algo? ¿Frutas escarchadas? ¡Qué curioso, a mí no me compraba fruta escarchada!
        Con la rutina de siempre. ¿Que qué me ocurre? Nada querida, espera, tengo que sonarme la nariz. ¿Se ha ido ya? Avísame cuando se haya ido.
        ¿Que está pagando? Dime, ¿cómo es su cartera? Fíjate bien. ¿Es de piel de cocodrilo marrón? ¿Sí? Me alegro.
        ¿Que por qué me alegro? Porque esa cartera se la regalé yo, cuando cumplió cuarenta años; de eso hace ya más de quince años. ¿Qué si lo quería? Es una pregunta difícil. Y sí, creo que lo quería, ¿todavía está ahí?
        ¡Por fin se ha marchado! Un momento, voy a empolvarme la nariz, ¿se nota que he llorado? Parece una tontería, pero los seres humanos qué tontos somos a veces. Aún me da un vuelco el corazón cuando lo veo.    
        ¿Que si puedo decirte quién era? Claro que sí, querida, no es ningún secreto. Ese hombre era mi marido.

David

David llevaba un rato protestando, se hacía pis. Raúl necesitaba estirar un poco las piernas, así que redujo, salió de la autopista y detuvo el automóvil dejando la boca del depósito, otra vez, en el lado opuesto al surtidor.

Ya había oscurecido y hacía frío, pero los amplios ventanales de la estación de servicio refulgían como si aquel punto del kilómetro cientoveintiocho, “Abierto 24 horas”, hubiera conjurado el invierno y su noche. Atravesaron entre un estante de revistas y otro de películas en DVD, y luego una sección de productos ecológicos. Sujetas por un cordel de cáñamo, las etiquetas testimoniaban el noble origen de la mercancía y las salutíferas esencias guardadas en aquellos frascos de cristal ahumado.

Un cuadrante advertía que el aseo había sido revisado doce veces en ese día; el operario lo había firmado por última vez sólo media hora antes. Perfumadas como un bosque de pinos e iluminadas como un estadio de fútbol, las instalaciones resplandecían seguras de pasar la inspección del más escrupuloso de sus usuarios. David se situó de puntillas en uno de los urinarios, apuntó a la pastilla desinfectante y cuando la atinó con su chorro liberó la fragancia de todo un lingote de chicle de fresa.

Ahora desahogados, repitieron el camino entre los productos ecológicos, las películas y las revistas, y tomaron, a la derecha, el pasillo de caja, una galería de aromas y colores que habría hecho palidecer el trabajo secular de un ejército de Umpa-Lumpas bajo el mando unísono de Willy Wonka y la bruja soñada por los hermanos Grimm.

Una máquina de café rugía. Un horno de bocadillos permanecía en funcionamiento sin nada en su interior, el cajero sonreía tras el mostrador uniformado como un asistente de vuelo.

- Hola. Gasoil. Lléneme el depósito, pidió Raúl.
- ¿Tiene tarjeta de puntos?
- No.
- Llévesela, es gratis.
- No, gracias, no me caben más tarjetas en la cartera.
- Los gormitis están de oferta- indicó Antonio Ruiz (así rezaba la credencial prendida en su chaqueta) posando la mano sobre una de las cestas del mostrador.
- Muchas gracias, sólo el gasoil.

Raúl guardó el recibo, en su dorso se invitaba a enviar un sms con el pretexto de conseguir dos años de combustible gratis. David curioseaba entretanto. Sus pupilas se llenaron de caramelos de menta, chicles de guaraná, dulces tiernos, chocolatinas crujientes y regaliz blando. Un poco mareado, y sin decir nada, cogió la mano de su padre y salieron de aquel santuario de celofán.

Ya fuera, Raúl dejó que David descolgara la manguera del surtidor, la embocara en el depósito y sirviera el gasoil.