viernes, 30 de octubre de 2009

Gastón

Mientras Mario caminaba por la Avenida de la Constitución, junto a la Catedral de Sevilla, observó como un avión cruzaba el cielo. Sin que Mario pudiera evitarlo, un ciclista mal educado casi le pasa por encima, no sin dejarle un dolor en el brazo que le perduró varios días. En otra ocasión Mario se encontraba tomando un café mientras leía el periódico, muy cerca de los Campos Elíseos. Alzó la vista y vio como un avión se disponía a atravesar una nube. En ese instante un coche trata de evitar el atropello de un incauto peatón que estaba cruzando fuera de un paso de cebra, de tal suerte que se abalanza directamente hacia la mesa donde humeaba el café de Mario. Tres días después a Mario le dieron el alta en el hospital. Sólo tuvo contusiones leves. Otro día descansaba Mario en lo alto de uno de los edificios más elevados de la ciudad, después de haber caminado bastante por la Avenida de Broadway desde Time Square. Le llamó la atención un chico que se había cruzado en el camino y hablaba por el móvil en español, con un cierto acento francés. Disfrutaba ampliamente de la vista que tenía ante sí de la bahía de Hudson, mientras pensaba en la cara del chico, que le había resultado un tanto familiar. Podía contemplar perfectamente los ferrys que iban y venían de Staten Island, cuando de repente vio horrorizado como un avión se aproximaba por debajo de él. Entonces comprendió que la cara familiar era la misma que le provocó aquel dolor en el brazo y las contusiones leves. A cinco manzanas de distancia Gaston continuaba hablando por el móvil cuando percibió un gran estruendo y muchos cristales rompiéndose. Le contaba por enésima vez a su psicólogo que aún no podía explicarse cómo cada vez que veía pasar un avión por el cielo algo terrible ocurría.

Zayda

Me miraba expectante. Yo seguía leyendo, mirándola de vez en cuando, tratando de que ella no se diese cuenta. Naturalmente se daba cuenta porque no me quitaba ojo. Cuando me levantaba para ir al baño ella también se levantaba. Me seguía. A veces emitía un lamento muy débil, casi imperceptible, pero suficiente como para delatarse. Me estaba diciendo que la acompañase a la calle. Era imposible no despegarse de ella. Sin embargo yo la quería mucho, no podía ser de otra manera. Se había ganado mi amor desde hacía ya tanto tiempo. Pero ya era la hora del paseo y sus ojitos se habían agrandado sobremanera. Los lamentos pasaron a ser quejidos de volumen considerable. Hasta que se le escapó el primer ladrido. Entonces me levanté y ella comenzó a dar saltos, erguida de pie. Abrí la puerta de la calle y salimos un día más a dar el paseo de todas las tardes.