miércoles, 24 de noviembre de 2010

Oveja 12

Uno
Un aire de nerviosismo sobrevolaba el rebaño, las ovejas estaban inquietas. El rumor parecía confirmarse, estaban siendo observadas. Al parecer se trataba de un chico, un tipo de unos 20 años que al día siguiente tenía un importante acontecimiento y no podía conciliar el sueño. Ciertamente algo debía estar ocurriendo, este repentino interés por saltar la valla en mitad de la noche no era normal.
Una a una iban saliendo ordenadamente con cuidado de no resbalar con el barro del corral. Ya casi le tocaba a la oveja número 12. Miró hacia abajo, las patas le temblaban, era su momento. Oveja 12 siempre había sido especial. Era consciente de la envidia que despertaba por su carácter de líder, pero eso a ella no le importaba. Estaba orgullosa de ser como era, de gozar del favor del amo.
Se colocó frente a la puerta abierta del cercado, era la siguiente en saltar. Una oveja ya mayor se encargaba de dar la señal de salida. Lo hacía sin ganas, con malos modales, como si no aceptase que a su edad todo lo que podía hacer eran trabajos sencillos, no podría saltar esa valla ni con una escalera.
- Preparado, listo, ¡adelante!
Oveja 12 respiró profundamente y salió a toda velocidad. El aire frío le entraba por las orejas, apretó los dientes. La valla estaba cada vez más cerca. Miró de reojo hacia su izquierda y un escalofrío le recorrió el cuerpo. ¡Era cierto! Unos ojos la observaban, unos ojos grandes y brillantes en medio de la oscuridad.
Tomó impulso, ya estaba en el aire. Pensó en aquellos ojos, pensó en el amo, en su deseo desde corderillo por triunfar, por salir de la granja, por ser alguien. Aquellas décimas de segundo se le hicieron eternas. No podía desperdiciar esa oportunidad, tenía que actuar.
De repente, cuando se hallaba en lo más alto inclinó su rechoncho cuerpo hacia delante, formando un ovillo y sintió cómo giraba una vez y otra vez más sobre sí mismo. Finalmente estiró sus patas delanteras tensando su cuerpo y se zambulló en total verticalidad en un agua cristalina que nunca antes había visto en la pradera.
Salió del agua precipitadamente y observó cómo un improvisado jurado levantaba las tablillas con la puntuación.
- ¡Diez!
- ¡Diez!
- ¡Diez!
- ¡Diez!
- ¡Diez!
Era increíble, la ovación le hizo tambalearse, sentía que perdía el equilibrio. Todo había sucedido tan rápido. Y ahora estaba allí, subido en el número uno del podio con su medalla brillando en el pecho entre la lana aún mojada.
Decenas de focos, aparecidos de la nada, le cegaban. Casi no podía contener las lágrimas. Había tenido una oportunidad y la había aprovechado. El público estaba alocado. Los periodistas escribían rápidamente sus titulares. No se recordaba una ejecución tan perfecta desde la participación de Nadia Comaneci en Montreal. Esta victoria daría la vuelta al mundo.
A su derecha, el número dos alzaba desafiante el puño. Se trataba de la oveja negra del rebaño, una oveja discreta y callada, nadie habría adivinado que pudiera estar entre los ganadores. Sin embargo, Oveja 12 no comprendía a qué venía ese gesto desafiante. Tal vez estuviese intentando robarle el protagonismo, pero no lo conseguiría, esa era su noche, ella era el número uno.
Dos
Oveja 12 siempre recordaba aquel día como el más feliz. De hecho desde entonces su vida había cambiado por completo. Al poco tiempo se despidió de sus compañeras, entregó unos lujosos regalos a su amo y algo emocionada dejó el campo. Una mañana fría de noviembre desde el gran barco en el que viajaba pudo ver a lo lejos como entre la niebla se recortaba la silueta de la Gran Manzana. Había llegado a Nueva York. Tomó alojamiento en un costoso apartamento de un rascacielos desde donde contemplaba toda la ciudad.
Su día a día transcurría entre entrenamientos, entrevistas y fiestas junto a lo más selecto de la sociedad. A veces regresaba a casa acompañado, y disfrutaba de su juventud junto a alguna desenfadada muchacha. Él sabía cómo atraer su atención. Les hablaba de su triunfo aquella noche a miles de kilómetros de allí, de lo estresante que resultaba ser un personaje tan conocido, de todo el dinero que había ganado en la metrópolis, etc. Sin embargo aquellas citas no duraban más de dos o tres encuentros. El carácter de Oveja Doce ya no era el mismo y ahora sus cambios de humor eran constantes. Cuando profundizaba en alguna relación enseguida veía algún rasgo que se le antojaba vulgar o, en todo caso, inferior a su categoría y estatus. No le ocurría solo con las mujeres, también sus compañeros de profesión preferían mantener cierta distancia al relacionarse con Oveja 12 en cuanto se sentían ridiculizados o menospreciados por él.
De esa manera su círculo se fue reduciendo a unos pocos magnates de los negocios o amantes de las veladas nocturnas en alguna mansión de las afueras.
Los años y la vida descuidada le habían hecho alejarse poco a poco de las competiciones. A penas recibía invitaciones a participar en campeonatos menores o exhibiciones más espectaculares que deportivas. Por eso, cuando regresaba de alguna de ellas a su solitario apartamento se dirigía al mueble bar, sin tan siquiera quitarse el abrigo, donde nunca faltaba su güisqui favorito. A veces las botellas vacías se amontonaban en el armario. La criada tenía estrictas instrucciones de no acercarse a aquel mueble. Se suponía que una figura del deporte como él no podía tomar ni un trago. Pero no le importaba. Él había sido el número uno, y siempre lo sería.
Con el tiempo se percató de que ya nunca salía de casa, es más apenas se movía de su cuarto de estar, donde se sentaba en su sillón de cuero marrón y observaba la muchedumbre como hormiguitas que entraban y salían de los comercios y teatros de su céntrico barrio. Veía las calles iluminadas, ya debía de ser Navidad otra vez, y se quedaba dormido sin moverse ni para ir a la cama.
Así, medio en sueños, recordaba el cielo de su juventud, al verdor de los campos donde creció. Recordaba el rostro de aquella ovejita con la que pastaba de niño, las carreras que echaba junto a ella y se preguntaba qué habría sido de su vida si aún siguiese allí, en su pradera. Se habría casado con su ovejita, habrían tenido muchos corderillos a los que poder enseñar a distinguir las hierbas buenas de las indigestas. Habría vuelto a sentir el agradable olor a lana mojada cuando una tormenta le sorprendiera lejos de casa.
En esas noches de invierno maldecía su espíritu de ganador y lamentaba no haber saltado la valla como una oveja más, mirando al frente y con el único objetivo de volver cuanto antes junto a sus compañeras.

domingo, 21 de noviembre de 2010

Encuentros

Aún le quedaban algunas horas sentado en aquel taburete. Miraba la pantalla, esta vez leía sobre Almodovar, ¡Qué grande! No sabía que había tenido un grupo. Ya veré en casa algún video.
Dos chicas le pidieron la llave de su habitación.
- ¿De dónde son ustedes?

- De España.
De un salto dejó el ordenador y se acercó. Les preguntó por su cine, por Madrid, por sus noches, por su música.
- Yo soy cantante, ¿saben? Bueno, soy amateur, pero toco la guitarra... en algún bar. - dijo con los ojos brillantes. Y sin presentación alguna comenzó a cantar "Un año de amor" con una voz aguda y cálida a la vez. Cantaba lento, recreándose en su pasión, queriéndose en ese papel. Se notaba en su expresión que no era uno más. Tan joven, tan guapo, clavadito a Chris Colfer.

Las chicas aplaudieron entusiasmadas. La recepción estaba vacía, pero era seguro que su voz había llegado a más de un turista que descansara después de un ajetreado día cámara en mano.


Se dieron un abrazo. Ellas se fueron a dormir, él volvió a su ordenador y su cabeza voló a aquel mundo de luces y risas que le esperaba algún día tras el mostrador.

martes, 9 de noviembre de 2010

Dédalo presente.

Proceloso extravío de la conciencia, abandonarse sin remedio ni hilo de seda,
reniega la senda de paso fácil y comparte tu sangre con la acacia, la zarza y el rosal.
Palabras e imágenes que rondan su cabeza contrastando con el frío asfalto sobre el que camina.
Otro día de trabajo en la gris oficina del piso siete.
No termina de despertar hasta que siente el tacto helado del cristal de la puerta giratoria,
con algo de suerte bastará con lánguidos ademanes en forma de saludo hasta recluirse en la soledad de su pequeño cubículo enmoquetado.
El ascensor lo eleva y ya está dentro, cuelga la gabardina en el quicio de la puerta y enciende el primer cigarro del día.
El olor a tabaco y la humedad le asquea, pero alivia la presión en el pecho, la ansiedad que hace tanto que se instaló en su centro.
Teclear, sacar verdades a los números, repetir, revisar, claudicar, resignarse...
Otra vez la mirada se pierde a través del cristal, está amaneciendo.
Y esa presión en el pecho, un café, otro cigarro...ya no se, me pierdo.
Háblame de mi tormento, mira, ¿lo ves?, está amaneciendo.
Que locura de vida, laberinto de rutinas, sin Ariadna estás vendido,
perdido sin remedio, no hay amor ni eres Teseo, pobre miserable
en un rincón te acabarás pudriendo, y tus despojos serán el alimento de cientos de congéneres hambrientos.
El café esta frío y amargo y me apesta el aliento.
¿Que hago?¿Qué hago? ya no puedo seguir fingiendo...

Ahí lo vemos, con la cabeza gacha parapetado en su rutinario tecleo.
Un hombre cualquiera que sufre como Prometeo, castigo de titanes a hombros de personas normales.
Colosos de antaño caminan por tu ciudad, mascando la ira y perdidos en una espiral.
Viven y soportan el peso con mansedad, sin saber que el único atisbo de felicidad reside en que no les pertenece la inmortalidad.

lunes, 8 de noviembre de 2010

Boletus

En el plato de él apenas quedaba un rastro de aliño de huevas. En el plato de ella, unas setas salteadas, intactas, habían dejado de humear.
Él se afanaba rebañando un resto de aceite con el último pedazo de un bollo de pan. Ella se esforzaba en explicar algo de lo que -a juzgar por los impetuosos ademanes de cabeza- él debía estar ya convencido. La tercera vez que lanzó el tenedor contra su plato, le sujetó la muñeca clavándole los ojos.
- Parece que lo que te estoy diciendo te importa muy poco.
- ¿Qué dices, cariño? Eres lo que más me importa en esta vida. Tú y los niños, lo sabes-, dijo en un tono afectadamente lastimero.
- Ya no voy a pedirte más que lo demuestres. Quiero que nos separemos, y los niños vendrán conmigo-. Cogió su bolso y se marchó del restaurante ahogando la rabia, y haciendo inútiles todos los gestos con los que él trataba de mostrarse atribulado.
Esperó dos minutos, fuera a ser que ella regresara. Intercambió los platos, terminó las setas, pidió la cuenta e hizo una llamada de trabajo que se prolongó después de firmar el recibo del pago con tarjeta.

La actitud miserable de aquel tipo merecía toda mi atención (podía servirme para un relato…). Regresé a mi propia conversación cuando al fin se alejó hablando por el móvil.
- ¿Qué decías, cariño?
Pero no encontré respuesta en aquel plato de setas salteadas, intactas, que habían dejado de humear.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Antela

Las campanas de la ciudad sumergida en la laguna de Antela repican cada dos de Noviembre con sonido apagado por varios metros de agua turbia.
Los muertos se niegan a abandonar sus hogares y mantienen su rutina espectral en compañía del limo y de sapos bufadores.
Mariano Martiñá solía jugar con las raposas en la vega de Sandianes, ahora sube con esperanza las columnas más altas de Antioquía para captar los escasos rayos de sol que a medio día consiguen atravesar la barrera de agua y barro que hay sobre su cabeza.
Aurora Pernía tocaba el arpa con gran destreza y facilidad, competía en armonía con el tordo y el ruiseñor. Ahora su cuerpo es ingrávido y el arpa mohosa corta su sustancia etérea como si de humo obsesionado con la forma se tratase.
Aurora se ahoga en llanto y entona con nostalgia sus canciones, susurrando a caracolas abandonadas y a grises peces indiferentes.
Cuanto dolor anegado por la codicia guarda la laguna, los difuntos de Antela ya estaban fríos antes de la inundación, una cruz en sus frentes y esperando su oración.