martes, 25 de enero de 2011

Leo y Lina

Pasan los días y aún no la encuentran. Los rescatistas escarban con palas, picos y con sus propias manos el fango rojizo de las laderas del cerro. Nadie cree en un milagro, todos huelen, sienten y perciben la muerte debajo de cada palada. Leo mira, se pasea entre la gente y luego se echa a esperar mirando hacia la llanura.
Después de dos días, en la que era su casa, encontraron por fin a Lina. Yacía boca abajo abrazada a la imagen de Santa Catarina. Todos los del pueblo siguieron su ataúd con los ojos turbios, el aliento seco y el alma encogida. Tenía 32 años, y como casi todos por ahí, vivía entre el mercado y la chabola. Leo era su compañero de días y noches, no daba para más en esas soledades esculpidas de miedos y amenazas.
Han pasado tres días desde que volvieron a Lina a la tierra. Su tumba no es más que un cúmulo de tierra ocre con una cruz de madera maltrecha recogida por los amigos de los escombros. Leo lleva también tres días y sus noches ahí. No se mueve. Los viejos y los demás sobrevivientes le llevan agua y algo de comida cuando van a ver a los suyos.
Leo, con los ojos vidriosos, las patas enlodadas y el hocico frio, pareciera ser el único de ahí que aún cree en los milagros.