domingo, 30 de enero de 2011

Informe de trabajo

Aunque la gente no lo crea, el trabajo en una biblioteca puede llegar a ser ciertamente emocionante e inesperado, incluso a veces peligroso. Yo lo he comprobado en varias ocasiones, pero la imagen que a menudo transmitimos es la del silencio, con libros esperando en sus estanterías a que alguien se acuerde de ellos, literatura dormida…. Nada más lejos de la realidad.

Esta mañana, por ejemplo, una niña se acercó al mostrador para hacer una consulta. Enseguida vi que era bastante espabilada, la prueba definitiva es que estaba buscando información en la sección de adultos. Tendría unos diez u once años, una bonita melena lisa y rubia e iba vestida totalmente de rosa: minifalda, una graciosa camiseta e incluso unos guantes con la parte de los dedos cortada.
-¿Tienen libros sobre hechizos de amor?- me preguntó con voz resuelta. Me extrañó bastante la petición, pero como buena profesional, me puse manos a la obra.
-Pues tenemos uno que está en la sala y otro prestado.
Le explique dónde estaba el de la sala, pero al encontrarse en la balda de más arriba de una estantería, tuve que ayudarla a cogerlo. Cuando lo tuvo entre las manos, una radiante sonrisa se dibujó en su cara.
-¿Pero tanto te interesa este tema?- la niña asintió enérgicamente sonriendo todavía. Me animé a preguntarle- ¿y has probado alguno?
-Claro, el último hechizo que hice servía para rejuvenecer cincuenta años. Se llamaba “Quítate medio siglo de encima”.
Me quedé allí parada con cara de boba sin saber qué decir y ella tomó la iniciativa -¿me puedes reservar el que está prestado?
-Sí, ahora mismo.

Nos dirigimos a mi ordenador y, después de pedirle su tarjeta de lectora, le realicé la reserva. Tras esto observé cómo se alejaba con paso decidido, apretando el libro en su regazo. Y no pude contenerme. La curiosidad y la incertidumbre sobrepasaron otras consideraciones. Todavía tenía la reserva con su número de lectora en la pantalla, lo copié y busqué su ficha. Efectivamente venía la fecha de nacimiento, 1950. Era fácil hacer la cuenta, hacía justo sesenta y un años.

El regreso

Voy andando por un estrecho camino. Hace viento, el cielo está gris plomizo y amenaza tormenta. Los árboles que se hallan a los lados del sendero se mecen peligrosamente sobre mí, sus ramas crujen y parece que me hablaran. Murmuran palabras de advertencia, me avisan del peligro.

Con gran dificultad, pues me duele todo el cuerpo por el esfuerzo, llego hasta un espacio abierto. Hay un inmenso lago y me acerco a la orilla. Su superficie es negra, totalmente opaca, y pequeñas olas surgen siguiendo el sentido del viento. Me quedó allí parada con la mirada fija en el agua. Me atrae, me llama para que me sumerja en ella, para que conozca sus profundidades. Y es un deseo oscuro, una sensación pegajosa que me atrapa, que tira suavemente de mis brazos, de mi pelo, de todo mi cuerpo, susurrando turbias promesas. Y me venzo hacia delante. Me abandono al lago, me siento descender, me hundo en la oscuridad.

Pero entonces abro los ojos. Hay algo más, un débil rayo de luz que llega de fuera. Y también me atrae, siento que me saca del sopor en el que me encuentro. Todavía noto una vez más la poderosa llamada del lago, pero estoy decidida, y me impulso en busca del resplandor. Cada vez hay más claridad.

Y otra vez tengo que abrir los ojos. Estoy en una habitación que no conozco, la recorro con la mirada, es un hospital. Miro mi cuerpo, un par de cables salen de mis brazos. Y mi mano, alguien me la coge. Levanto un poco la cabeza, es Roberto. Duerme echado sobre el respaldo de un sillón con mi mano en la suya. Está tan pálido… Y otra vez la siento, corre por mis venas y llega hasta mi boca, mis ojos, mis dedos… Y quiero que me inunde y que salga de mí, que sea como un torrente irrefrenable desde mi interior… Muevo su mano y susurro –Roberto, Roberto, estoy aquí.