domingo, 17 de octubre de 2010

Aparición

Tras el almuerzo y las copas cojo el autobús para ir al centro. Con mirada soñolienta observo las escenas sucederse, imágenes que parecen formar parte de un gran teatro navideño. Los personajes se mueven con rapidez, las luces de colores adornan cada escenario y la alegría aparente lo impregna todo.

Te imagino –nos imagino-, en uno de esos escenarios. Recuerdo cómo te conocí en el momento más inapropiado, tras un velo de alcohol como el que me nubla hoy. Recuerdo cómo te empeñaste en reaparecer en mi vida hasta que no pude entenderla sin tus embestidas por sorpresa, sin nuestras conversaciones interminables, sin tus arranques de ternura. Y luego te desvaneciste, y el mundo se tornó enorme y complicado, y yo me volví minúsculo. Después olvidé, pero hoy te empeñas obstinada en regresar a mis pensamientos. Solo a mis pensamientos. ¿Por qué no regresas por una vez entera, toda tú?

¡Basta de devaneos! Hay que bajarse y emprender la ardua tarea de paje del rey, será más fácil adormecido por la anestesia navideña. Alguien pronuncia mi nombre, ¿me llaman? No, debe de ser a otro. No a mí. Pero esa voz dulce y grave a la vez, esa voz de vino y melocotón la conozco. ¿De dónde sales? ¿Es posible que existan los milagros después de todo? Pero no debí desear. Me coges las manos, me tocas y me colocas al borde del precipicio. Soy una figurita balanceándose hacia delante y hacia atrás, con tanta fuerza me colocaste… Ahora tu dedo se aproxima y tiemblo, ¿qué harás con la figurita, aparecida?

sábado, 16 de octubre de 2010

La Amortajada

A pesar de la quietud y del frio gélido, nadie, excepto él, se había dado cuenta que Ana ya se había ido. Las conversaciones en torno a ella continuaban entre susurros más por costumbre que por congoja. En su lecho, Ana inmóvil, trataba de alcanzar los retazos de aquellos silenciosos diálogos. Quería seguir oyéndose nombrada por otros, quería seguir paseándose alegre en medio de su vida. Sin embargo, cada vez las voces se oían más lejanas. “No me quiero ir”, repetía inquieta sin poder mover los labios, “aún no”, volvía a gritar, pero su cuarto seguía sombrío y quieto acompasado sólo por los balbuceos indiferentes de los allí estaban.

De pronto, estremeciendo sus pálidas facciones, él entró en la habitación. Su rostro anunciaba la certeza de una ausencia irrevocable y desoladora. Los dolientes tomaron de súbito conciencia de la razón de su presencia ahí y se pronuncio un silencio interrumpido sólo por los cuidados pasos de él sobre la madera crujiente. Tembloroso se acercó al lecho y posó sus ojos anonadados sobre los de ella. Ana sintió de pronto que volvía a la vida, que sus mejillas se tornaban nuevamente rosadas, y que su aliento volvía a hacerse vapor en medio del frio. Inquieta, alargó su pequeña mano para hundirla y enredarla una vez más en las de él, él sin embargo, somnoliento y agotado, permanecía inmóvil y ajeno a sus esfuerzos.
Ya exhausto, y con la certeza de lo inevitable, tomó una bocanada de aire, y con temblorosa ternura fue cerrando uno a uno los fatigados párpados de Ana. Entre sollozos le susurraba que estuviera serena, que todo aquello era un mal sueño, que no temiera, que volvería con cada primavera a enredar sus manos en las de él y a decirle al oído ¿sabías que eres el amor de mi vida?