martes, 9 de noviembre de 2010

Dédalo presente.

Proceloso extravío de la conciencia, abandonarse sin remedio ni hilo de seda,
reniega la senda de paso fácil y comparte tu sangre con la acacia, la zarza y el rosal.
Palabras e imágenes que rondan su cabeza contrastando con el frío asfalto sobre el que camina.
Otro día de trabajo en la gris oficina del piso siete.
No termina de despertar hasta que siente el tacto helado del cristal de la puerta giratoria,
con algo de suerte bastará con lánguidos ademanes en forma de saludo hasta recluirse en la soledad de su pequeño cubículo enmoquetado.
El ascensor lo eleva y ya está dentro, cuelga la gabardina en el quicio de la puerta y enciende el primer cigarro del día.
El olor a tabaco y la humedad le asquea, pero alivia la presión en el pecho, la ansiedad que hace tanto que se instaló en su centro.
Teclear, sacar verdades a los números, repetir, revisar, claudicar, resignarse...
Otra vez la mirada se pierde a través del cristal, está amaneciendo.
Y esa presión en el pecho, un café, otro cigarro...ya no se, me pierdo.
Háblame de mi tormento, mira, ¿lo ves?, está amaneciendo.
Que locura de vida, laberinto de rutinas, sin Ariadna estás vendido,
perdido sin remedio, no hay amor ni eres Teseo, pobre miserable
en un rincón te acabarás pudriendo, y tus despojos serán el alimento de cientos de congéneres hambrientos.
El café esta frío y amargo y me apesta el aliento.
¿Que hago?¿Qué hago? ya no puedo seguir fingiendo...

Ahí lo vemos, con la cabeza gacha parapetado en su rutinario tecleo.
Un hombre cualquiera que sufre como Prometeo, castigo de titanes a hombros de personas normales.
Colosos de antaño caminan por tu ciudad, mascando la ira y perdidos en una espiral.
Viven y soportan el peso con mansedad, sin saber que el único atisbo de felicidad reside en que no les pertenece la inmortalidad.