domingo, 19 de septiembre de 2010

Una historia real

Las primeras horas que pasé en mi nueva vivienda las empleé en limpiar. Era un sábado de finales de julio y fui a llevar algunos paquetes y a acondicionarla un poco. Me gustaba mucho ese piso. Era bastante nuevo, estaba decorado en tonos cálidos y no parecía esconder nada desagradable. Atrás dejaba otro mucho más antiguo, con vecinos ruidosos y paredes de papel y una familia de cucarachas que se empeñaba en vivir conmigo sin contribuir al alquiler.

Detuve un momento mi tarea y empecé a caminar por la casa reconociendo cada uno de los detalles. Al llegar al dormitorio, me senté en la cama para volver a comprobar lo confortable que era. Acto seguido, sin ningún motivo salvo la curiosidad, me incliné y me asomé por debajo. ¿Pero, qué es eso?- exclamé aunque nadie pudiera contestarme. Ante mis ojos apareció un cubo azul con unas extrañas tiras anchas saliendo de su interior. Con gran aprensión, lo saqué de debajo de la cama y lo examiné. Albergaba lo que me pareció un gigantesco tubérculo con una especie de desniveles a lo largo de su superficie. Lo que sobresalía del recipiente eran las hojas del fruto, también enormes y de color amarillo pálido. Intenté sacarlo tirando de sus hojas, pero pesaba tanto que me quedé con ellas colgando en la mano sin conseguir mi objetivo. Así que me vi obligada a cogerlo directamente y entonces descubrí que unas horribles y larguísimas raíces le habían salido por el extremo. Chillando y corriendo todo lo que podía, llevé aquella cosa hasta la basura y conseguí deshacerme de ella. El cubo en cambio lo limpié y lo guardé, porque estando de alquiler, cualquier utensilio susceptible de servir en el futuro viene bien.

Estuve unos días preguntándome por qué habría dejado el antiguo inquilino, un joven aparejador creo, algo tan extraño debajo de la cama, cuando no había quedado absolutamente nada más suyo en la casa. Al final llegué a la conclusión de que se lo habían dado en su pueblo y, sin saber dónde guardarlo, y teniendo en cuenta las cosas tan raras que hacen los hombres, lo había escondido en el cuarto y había olvidado que estaba allí. Debía de ser alguna patata especial o vete tú a saber. Me quedé muy satisfecha con mi reflexión y cerré el caso.

Unos días después, vinieron mi madre y mi tía Amalia para ayudarme un poco con la mudanza. Cuando ellas se fueron, yo ya me sentía plenamente instalada en mi nuevo hogar. Su corta estancia había conferido a esas paredes, hasta entonces ajenas a mí, un débil pero decidido matiz de familiaridad. Así que el primer día que me encontré sola en casa me sentía rebosante de buenas vibraciones.

Había trabajado por la mañana y me había echado a descansar un rato después de comer. Tras el reposo, me disponía a arreglar algunas cosas, pues todavía quedaba que hacer ahora que ya no había nadie más en el piso. Me dispuse a barrer mi dormitorio y ¡oh, Dios mío!, ¿qué demonios era eso? Otra vez debajo de la cama, hacia el centro, había algo. Me metí debajo para verlo de cerca, porque no podía imaginar qué podía ser, pero cuando lo tuve delante de mis ojos todavía me quedé más asombrada. Era una especie de cebolla con una forma muy rara, alargada y estrecha, y estaba atada con un cordón de zapatilla de deporte a las tablas del somier. De modo que quedaba colgando y se balanceaba, como una verdadera cebolla ahorcada.

Me senté en el borde de la cama. Pero ¿dónde me había metido?, ¿qué clase de gente había vivido allí para tener el dormitorio lleno de cadáveres vegetales? ¿Y si todo esto respondía a algo en lo que no había pensado hasta ahora?, algo que ni había osado contemplar como posibilidad y que ahora me producía escalofríos. Allí sola en la quietud de la tarde de verano, con la atmósfera rojiza por el efecto de la luz al pasar por las cortinas, vinieron a mi mente palabras como vudú, brujería, sortilegios… Ya no estaba en mi nuevo y acogedor hogar, estaba en una casa desconocida, llena de misterios indescifrables que me amenazaban. Y lo pero es que no sabía cómo hacerles frente.

Al día siguiente, al comienzo de la jornada laboral, me encontraba un momento sola frente al ordenador y obviamente pensando en los recientes acontecimientos. Entonces tuve una idea, ¿por qué no buscar información en Internet?, ¿no se supone que está todo allí? Quizá encontrara algún ritual purificador contra bulbos malignos. Dicho y hecho, abrí el Google y comencé a escribir “cebolla debajo…”, pero cuál fue mi sorpresa al ver que el buscador ya sabía el resto de la frase, “…debajo de la cama”. Abrí el primer resultado con el corazón latiéndome agitadamente. Se trataba de un blog y alguien escribía “si pones una cebolla albarrana…”. En este punto, al ver que “cebolla albarrana” tenía un enlace, lo pinché y me llevó a una foto de la cebolla en cuestión. Era como la primera que descubrí, más lozana esta, con las hojas verdes en vez de amarillas pero igual de enorme y con la piel escalonada. Volví al texto comprendiendo que estaba a punto de desentrañar el misterio y seguí leyendo “si pones una cebolla albarrana debajo de la cama, a la altura de la pelvis, en tres días se desactivan las almorranas”.

2 comentarios:

  1. La historia tan costumbrista, tan sana, tan mundana me gusta mucho. Te sigo proponiendo, añadas algunos momentos más con otras situaciones "raras" que muchos vivimos a menudo. Tienes un toque especial para lo cómico.

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  2. Pese a que muy al principio se percibe un tono distendido (las cucarachas gorronas del anterior piso), después recreas una atmósfera entre angustiosa y cómica que incita a una lectura apremiante hasta desentrañar el misterio.... ¿qué demonios -nunca mejor dicho- pasa en esa habitación?.

    Se empieza con una mueca. A medida que discurre las sonrisas se amplifican, hasta la carcaJAda.

    (gracias por compartir el remedio)

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