lunes, 1 de noviembre de 2010

Antela

Las campanas de la ciudad sumergida en la laguna de Antela repican cada dos de Noviembre con sonido apagado por varios metros de agua turbia.
Los muertos se niegan a abandonar sus hogares y mantienen su rutina espectral en compañía del limo y de sapos bufadores.
Mariano Martiñá solía jugar con las raposas en la vega de Sandianes, ahora sube con esperanza las columnas más altas de Antioquía para captar los escasos rayos de sol que a medio día consiguen atravesar la barrera de agua y barro que hay sobre su cabeza.
Aurora Pernía tocaba el arpa con gran destreza y facilidad, competía en armonía con el tordo y el ruiseñor. Ahora su cuerpo es ingrávido y el arpa mohosa corta su sustancia etérea como si de humo obsesionado con la forma se tratase.
Aurora se ahoga en llanto y entona con nostalgia sus canciones, susurrando a caracolas abandonadas y a grises peces indiferentes.
Cuanto dolor anegado por la codicia guarda la laguna, los difuntos de Antela ya estaban fríos antes de la inundación, una cruz en sus frentes y esperando su oración.

2 comentarios:

  1. Ale, es genial. Como documento literario, creo que Amador ya ha usado los adjetivos precisos: evocador y mágico. Como denuncia de la codicia humana y alegato ecológico, sobrecogedor.

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